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Los abuelos de la Revolución Científica
 

El día 19 de febrero de 2015 se cumplen 542 años del nacimiento en Torun (Polonia), en 1473, de Nicolás Copérnico (1473-1543), el autor de “Sobre las revoluciones de las esferas celestes”, la obra en la que se proponía la teoría heliocéntrica para el Sistema Solar.

Desde el ACDC de la ULL queremos recordar el aniversario de su nacimiento reproduciendo a continuación el artículo titulado “Los abuelos de la Revolución Científica”, escrito por el Dr. José María Riol Cimas, Profesor Titular de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad de La Laguna y miembro del Aula Cultural de Divulgación Científica. El artículo se publicó en el periódico “La Opinión de Tenerife”, de Santa Cruz de Tenerife, y está disponible en su formato original en la sección “Biblioteca” de esta página web.

Los abuelos de la Revolución Científica.

Entre los siglos XVI y XVII tuvo lugar, en una buena parte de los países europeos, un proceso social extraordinario que introdujo dos cambios fundamentales para el posterior desarrollo de la humanidad. Por un lado la larga transición desde el feudalismo hasta la implantación del capitalismo, como nuevo y más evolucionado modo de producción, sustentado por la nueva clase emergente: la burguesía. Por otro lado, en el que probablemente ha sido el período revolucionario en el campo de las ideas más fructífero de la historia, tiene lugar el establecimiento de las bases de lo que, posteriormente, conoceríamos por Ciencia moderna. La íntima relación de ambos cambios, en perfecta simbiosis, hace que no se pueda entender el progreso de uno sin la existencia del otro.



Se trataba de dos hechos que marcarían el devenir de la historia. Uno de ellos, el cambio de clase dominante, de enorme trascendencia pero a todas luces coyuntural y provisional, resultado de una situación económica y social concreta pero susceptible de posterior modificación. El otro, sustancial, de un calado histórico notablemente mayor, en tanto que suministraba las herramientas necesarias para una comprensión racional del mundo. Hay que hacer notar que el cambio de clase dominante solo representa "un estadio temporal en la evolución económica de la sociedad" (no olvidemos que, pese a quien pese, todavía no asistimos al fin de la Historia), mientras que el establecimiento de la Ciencia moderna es una "conquista permanente de la humanidad", que ha venido demostrando su validez desde entonces.

Hasta ese momento la vieja Ciencia, a pesar de los débiles pilares en que se había sustentado, había ido avanzando, aunque penosamente, hasta llegar a los años que nos ocupan, los de la Revolución Científica. Se conoce así a un período de la historia que duró alrededor de 150 años, y condujo, en palabras de Bernal, el autor de una de las mejores obras de historia social de la Ciencia escritas hasta la fecha, a la liquidación del "edificio de presupuestos intelectuales heredado de los griegos y santificado por los teólogos musulmanes y cristianos, al tiempo que un sistema radicalmente nuevo venía a ocupar su lugar". Nacía así la nueva imagen del mundo: el jerárquico universo de Aristóteles era enterrado por el mundo mecánico de Newton, y la experimentación y el cálculo se imponían como los nuevos métodos de la Ciencia Natural.

Hasta mediados del siglo XVI, la teoría sobre el universo comúnmente aceptada era la elaborada por el sabio alejandrino Tolomeo en el siglo II d.C., recogida en su obra posteriormente conocida como Almagesto. Según el sistema tolemaico la Tierra era una esfera situada en el centro del Universo y, girando a su alrededor, en órbitas perfectamente circulares, siete planetas, considerando como tales a la Luna y al Sol, que ocupaban la primera y la cuarta órbita respectivamente; la octava órbita estaba reservada para las estrellas, existiendo una novena órbita cristalina y una décima móvil. Y superado esto… el cielo: patria de Dios y los bienaventurados. La iglesia, naturalmente, nada tenía que oponer a una teoría geocéntrica que en absoluto contradecía la autoridad de La Biblia y, por tanto, se ajustaba como un guante a sus intereses.

Pero no hay por qué sorprenderse: estamos en el siglo XVI. No olvidemos que sostener lo contrario desdice el conocimiento ordinario y el sentido común, pues ambos señalan que la Tierra está quieta mientras el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas se mueven, aunque ninguna teoría explica satisfactoriamente tales movimientos, sobre todo los de los cinco planetas conocidos, y mucho menos explica el extraño movimiento retrógrado de Marte.

Hasta que un polaco llamado Nicolás Copérnico (Niklas Koppernigk), canónigo de la catedral de Frauenburg, hombre de posición acomodada y exquisita formación renacentista, vendría a alterar el orden universal establecido. Y, afortunadamente para él, lo haría impunemente, pues fue  lo suficientemente sagaz como para enviar sus ideas a la imprenta sólo al final de sus días. Se cuenta que vio publicada su gran obra, “Sobre las Revoluciones de las Esferas Celestes”, el 24 de Mayo de 1543, el mismo día que moría a la edad de setenta años. Copérnico sabía lo que hacía y a lo que se arriesgaba: la iglesia colocó su obra en el índice de libros prohibidos en 1616 y ahí reposaría hasta el año 1835. Además, ya fuera un guiño a la posteridad o una manifestación de ingenuidad, a Copérnico no se le ocurrió nada mejor que dedicar su obra al Papa. El hombre que desmantelaba el tinglado de la supuesta autoridad científica de la iglesia dedicaba su bomba de relojería al Papa de Roma.

Copérnico, después de muchos años de observación y cálculo matemático, defiende un sistema heliostático y heliocéntrico, atribuyendo a la Tierra un movimiento diario de rotación sobre su eje y otro anual alrededor del Sol. Además establece el orden real de los planetas a partir del Sol, frente a la incierta disposición tolemaica. Los planetas y todas las estrellas dejaban de girar alrededor de la Tierra por imperativo de la razón, sólo nos quedaba la Luna. Pero lo más importante era que, por primera vez, se detectaba un error de bulto en el libro en que basaban su autoridad muchos dirigentes del mundo: La Biblia.

Es muy importante destacar que Copérnico siempre estuvo convencido de la consistencia de sus resultados. Durante muchos años se dijo que el propio autor nunca creyó que su sistema heliocéntrico tuviera cuerpo real, y que no era más que un artificio teórico inventado para calcular más fácilmente el movimiento planetario. Nada más lejos de la realidad. Este bulo tomó cuerpo gracias a un sujeto con vocación de censor llamado Andreas Osiander que, encargado por un discípulo de Copérnico de la publicación de la obra, se permitió insertar un prefacio, que hizo pasar por original del autor, explicando la teoría del artificio. Esto, al parecer, disminuía su escándalo, tranquilizaba su espíritu y salvaguardaba la autoridad de la iglesia; aunque también hizo que la obra no tuviera el alcance que merecía, hasta que Johannes Kepler, en 1609, descubrió la verdad. La teoría copernicana, aun alejándose todavía mucho de la realidad, significaba un paso de gigante en la historia de la humanidad.

Dos hombres serán los encargados de pulir las ideas de Copérnico: Tycho Brahe, con su “diplomático” sistema intermedio del universo y, sobre todo, Johannes Kepler. Éste nació en 1571 en la actual Alemania, casi treinta años después de la muerte de Copérnico, y tuvo la suerte de conocer la teoría copernicana gracias a su profesor de Astronomía en la universidad de Tübingen, Michael Mästlin, que debía ser uno de sus escasos defensores en aquel tiempo.

Kepler, con sólo 23 años, trató inútilmente de conjugar la antigua geometría griega con el universo copernicano, relacionando la órbita de los seis planetas conocidos con los cinco sólidos regulares, también llamados cuerpos platónicos. Basándose en la supuesta armonía matemática de los cielos, derivada de Platón y Pitágoras, Kepler proponía un cosmos en el que cada sólido regular separaría cada par de esferas que, supuestamente, contenían, cada una de ellas, la órbita circular de un planeta. Esta justificación con pies de barro, publicada en su obra Mysterium Cosmographicum, que de ninguna manera conseguía su objetivo, sirvió al menos para dos cosas: dar lugar a una serie de bellos grabados y hacer que Tycho Brahe, matemático del sacro imperio romano, se interesara por su persona.

Brahe, aunque no compartía lo expuesto, quedó impresionado por los conocimientos de Astronomía y Matemáticas que demostraba el joven Kepler, de manera que éste, a partir de 1600, se convierte en su ayudante, teniendo así acceso a las extraordinarias y concienzudas observaciones astronómicas realizadas en el observatorio de Benatek, cerca de Praga, por Brahe y sus colaboradores, y todo a ojo, sin telescopio, que todavía no se había inventado.

La utilización por Kepler, el mejor teórico de la época, de los datos de Brahe, el mejor observador, dieron lugar a los grandes éxitos del primero. En 1609 demostraba que la órbita de Marte describía una elipse alrededor del Sol, y no un círculo. Inmediatamente llegarían las dos primeras leyes del movimiento planetario. La primera venía a decir que cada planeta se mueve en una elipse que tiene al Sol en uno de sus focos. La segunda, derivada de la anterior, dice que los planetas se desplazan a mayor velocidad cuanto más cerca están del Sol, de modo que la línea teórica que une el centro del planeta con el centro del Sol barre en tiempos iguales áreas iguales de la elipse. La tercera y última, publicada en  1619 en su obra La Armonía de los Mundos (Harmonice Mundi), daba cuenta de la Ley matemática responsable de la diferente velocidad del planeta, en función de su situación en un punto u otro de la elipse.

Con Copérnico y Kepler quedaba abierto el camino que seguirían los otros dos gigantes de la astronomía: Galileo y Newton.

Figura: imagen de Nicolás Copérnico en un grabado de Jeremias Falck (1645). Wikipedia.
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En relación con Nicolás Copérnico véase la siguiente noticia publicada en nuestro sitio web:

Copérnico: el comienzo de la revolución.
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Categoría:
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José María Riol Cimas.
19Feb2015.


Enviado el Jueves, 19 febrero a las 12:14:02 por divulgacioncientifica (1904 lecturas)
 
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