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Conmemorando los 154 años de la publicación de “El origen de las especies”, que se cumplen el 24 de noviembre, reproducimos a continuación una versión actualizada de un artículo escrito hace algún tiempo por Carolina Martínez Pulido, Doctora en Biología, Profesora Titular de Fisiología Vegetal de la Universidad de La Laguna y miembro del Aula Cultural de Divulgación Científica. El artículo original se publicó en “2.C = Revista Semanal de Ciencia y Cultura” del periódico “La Opinión de Tenerife”, editado en Santa Cruz de Tenerife, y está disponible en su formato original en la sección “Biblioteca” de esta página web.
La teoría de la evolución. ¿Qué queda de Charles Darwin?
Es ampliamente conocido que la noción de una naturaleza inalterable, resultante del acto de creación de un Dios todopoderoso, dominó durante siglos el pensamiento de los estudiosos y de la gente en general. Pero, no es menos conocido, que el libro del famoso naturalista británico Charles Darwin, El origen de las especies por selección natural, publicado por primera vez el 24 de noviembre de 1859, transformó radicalmente el pensamiento científico de la humanidad.
En esencia, Darwin provocó una profunda revolución al formular un modelo de la naturaleza en el que las especies, en vez de ser productos fijos de la creación, tienen la capacidad de transformarse unas en otras. Los rasgos que poseen los seres vivos son en realidad modificaciones de aquellos otros rasgos que ya existían en sus antepasados. En pocas palabras, esto quiere decir que los organismos evolucionan con el tiempo. Por añadidura, el naturalista completó su modelo introduciendo la idea de que tampoco los humanos somos productos especiales de la creación, sino que también hemos evolucionado de acuerdo a principios que operan en el resto del mundo viviente.
La teoría de la evolución darwiniana es en realidad un paradigma de gran complejidad, pero ello no es óbice para que tratemos de recordar con brevedad cuáles fueron sus aportaciones primordiales. Posteriormente, serán contrastadas con lo que hoy nos queda de tan famosa teoría. Empecemos apuntado que uno de los pilares fundamentales del modelo evolutivo está representado por la teoría del origen común, concepto que sostiene que los seres vivos descienden de antepasados comunes, remontándose todos a un único origen de la vida en la Tierra. La enorme diversidad orgánica se explica porque las especies se diferencian en especies hijas cuando las poblaciones quedan reproductivamente aisladas debido, por ejemplo, a causas geográficas, y de ellas surgen otras nuevas.
El concepto de origen común resultó claramente opuesto a la jerárquica Gran Escalera del Ser, el modelo asumido desde la época de Aristóteles para explicar la naturaleza y que aún estaba vigente en el siglo XIX; según el estudioso griego, los seres vivos estaban organizados formando parte de una única escala lineal de «perfección siempre creciente», con los organismos «inferiores» en su base y los «superiores» situados hacia su cúspide. El sistema darwiniano, por el contrario, era un diagrama ramificado; «los organismos conforman un árbol irregularmente ramificado», afirmaba Darwin. Con esta metáfora del árbol de la vida el científico proponía un tronco común, con sus ramas y ramitas, en el extremo de las cuales estaban las especies hoy vivas o aquellas que ya se habían extinguido. La tradicional escala daba entonces paso a un conjunto formado por muchas ramas unidas. El ser humano, dejaba asimismo de ocupar una privilegiada situación de criatura aparte del resto de la vida, para integrarse también en el gran árbol evolutivo.
El mecanismo concebido por Darwin para explicar el cambio evolutivo, la teoría de la selección natural, constituye otro importante soporte de su paradigma. En este aspecto, el científico sostiene que en un mundo de poblaciones numéricamente estables en las que los individuos (ligeramente distintos unos de otros) han de competir entre ellos, ya que no todos podrán sobrevivir, sólo tienen posibilidad de llegar a adultos y reproducirse en un ambiente concreto los dotados de «mejores» caracteres; cualidades que probablemente heredarán sus crías. Esta supervivencia desigual, si se cumple con intensidad suficiente y durante un tiempo adecuadamente prolongado, acarreará cambios perceptibles en una población, culminando en la aparición de una nueva especie.
Finalmente, otro dato que debe resaltarse del modelo darwiniano es el gran énfasis puesto por el autor en la evolución lenta y gradual: las especies sufren una transición paulatina y continua que produce una creciente adaptación al medio. La evolución rápida o a saltos no entra en su consideración, sólo cuentan los pequeños cambios heredables −posteriormente bautizados como mutaciones− acumulados a lo largo de vastísimos períodos de tiempo.
Lo que sigue vigente y lo discutido de la obra de Darwin.
Ninguna de las teorías de Darwin fue aceptada con tanto entusiasmo, desde el mismo momento en que fue propuesta, como la del origen común. En gran medida, este hecho se debió a que casi la totalidad de las pruebas sobre la evolución recopiladas en el Origen de las especies consistían en evidencias del origen común. Pero además, los numerosos datos obtenidos posteriormente también han corroborado esta tesis, y probablemente hoy no hay un solo científico serio que cuestione el hecho de que todos los organismos que existen en la Tierra descienden de una vida primordial única. Incluso los modernos datos procedentes de la Biología molecular, por ejemplo, certifican que el ADN, la sustancia de la que están hechos los genes, es la molécula química que todos los seres vivos utilizan para almacenar y transmitir la información genética. Uno de los muchos descubrimientos que han contribuido a cimentar la teoría del origen común.
Teniendo presente que el origen común también sostiene que los seres humanos y los grandes simios, como el chimpancé y el gorila, hemos evolucionado a partir de antepasados comunes, cabe apuntar que este postulado ha sido, asimismo, confirmado por investigaciones recientes. De hecho, hoy se asume que gran parte de nuestro ADN es indistinguible del de un chimpancé.
En realidad, el origen común se convirtió desde su publicación en la espina dorsal de la teoría evolutiva, lo cual no debe sorprender puesto que es un modelo con un gran poder explicativo: proporciona unidad al mundo orgánico. A lo largo de su historia, la humanidad ha estado fundamentalmente impresionada por la enorme diversidad de la vida, desde las plantas más simples hasta los vertebrados más complejos. Esta diversidad tomó un aspecto completamente distinto cuando a partir de 1859 se percibió que podía ser remitida a un origen común y explicada racionalmente en función de las leyes de la naturaleza.
Probablemente el tema más polémico en torno al paradigma darwiniano ha sido el debate sobre la teoría de la selección natural que, desde que fue formulada por primera vez, ha sufrido considerables altibajos oscilando entre una generalizada aceptación hasta un acusado rechazo. La disputa hoy renace inmersa en acaloradas discusiones porque cada vez son más los evolucionistas que sostienen que la selección natural no puede ser el único mecanismo del cambio evolutivo. Estos autores afirman que pequeñas variaciones seleccionadas a lo largo de vastísimos períodos de tiempo no son suficientes para originar nuevas especies. Por ejemplo, no son pocos los que dudan de que la acumulación pequeñas mutaciones favorecidas por determinadas condiciones ambientales sea suficiente para explicar las diferencias entre una ballena y un murciélago. Para muchos, aunque la selección natural represente un importante mecanismo evolutivo, es necesario recurrir a fuerzas más eficientes para justificar diferencias tan manifiestas.
Principales líneas de investigación pos-darwinianas.
Al calor de estas discusiones, en las últimas décadas han empezado a considerarse con cierta formalidad la existencia de otros mecanismos posibles, además de la selección natural, para explicar el origen de nuevas especies. Entre las novedades sugeridas podemos citar, a título de ejemplo, las mutaciones en los genes reguladores, la transposición o la simbiogénesis. Aún a sabiendas de que nos enfrentamos a temas muy complejos, creemos que es posible resumir brevemente en qué consisten estos nuevos enfoques.
El descubrimiento de que los genes están organizados jerárquicamente permitió asumir que éstos no pertenecen a todos a la misma categoría, es decir, unos tienen niveles inferiores y otros superiores. Entre los primeros están los llamados genes estructurales, que son aquellos que elaboran los materiales para la construcción y el funcionamiento de las células. Pero proporcionar materia prima no es construir, ya que dicha materia deberá ensamblarse en estructura armónicas, integradas en sistemas funcionales, células u organismos. La actividad de los genes estructurales debe, por tanto, ser dirigida. Tal función corre a cargo de las categorías superiores: los llamados genes reguladores. Las proteínas sintetizadas por estos genes especiales no construyen células, sino que trasmiten las instrucciones necesarias para dirigir la actividad de los genes estructurales en el espacio y en el tiempo. Algunos autores han señalado que en esta organización genética piramidal, los genes estructurales podrían compararse a los obreros manuales, mientras que los reguladores serían los capataces o técnicos directivos. Puede razonarse entonces que si los genes no tienen todos la misma categoría, una mutación en un gen regulador tendría consecuencias muy amplias, puesto que afectará a todo el conjunto de genes estructurales dependientes de él. Como consecuencia, pequeñas modificaciones genéticas serían capaces de generar grandes innovaciones en la forma corporal. Nos encontramos pues ante un nuevo mecanismo capaz de acelerar el cambio evolutivo.
Otro posible mecanismo evolutivo podría ser la transposición, que implica la existencia de elementos móviles o genes saltadores dentro del genoma (esto es, la totalidad del ADN de un ser vivo). Al cambiar de lugar estos genes saltadores pueden provocar modificaciones imprevistas. Constituyen por tanto una fuente importante de variación genética que, por ejemplo, ofrece la posibilidad de una rápida adaptación a nuevas condiciones del medio ambiente. Sería pues un mecanismo capaz de acelerar el ritmo de la evolución. Aunque para muchos se trata de un tema altamente controvertido, en la actualidad hay biólogos evolucionistas que están empezando a admitir que en la escala temporal evolutiva, la plasticidad del material hereditario podría haber jugado un importante papel.
Un tercer mecanismo evolutivo actualmente traído a la palestra está relacionado con la asociación física entre organismos de especies distintas, es decir, la simbiosis, donde todos salen beneficiados. Cuando la simbiosis se vuelve permanente tiene lugar la simbiogénesis, un fenómeno de importancia crucial en la historia de la vida que permitiría explicar el surgimiento de nuevos niveles de organización: por ejemplo, el origen de la célula eucariota, que es la unidad básica que constituye a todos los seres pluricelulares. Este tipo de célula es altamente compleja y podría haber surgido como consecuencia de la asociación simbiótica de bacterias, que son mucho más simples y antiguas. Sin la célula eucariota no existiría la vida macroscópica. Para ciertos investigadores, la simbiogénesis es un mecanismo evolutivo mucho más frecuente de lo que hasta ahora se ha admitido.
En definitiva, y como es razonable pensar, la teoría darwiniana hoy debe «rejuvenecer» incorporando a su efervescente debate la enriquecedora información procedente de los nuevos descubrimientos. No obstante, según la opinión de la mayoría de los expertos, en la Biología evolutiva actual queda mucho de la teoría original del naturalista británico; las aportaciones del gran maestro han sido y siguen siendo fundamentales para entender la inmensa diversidad del mundo vivo. Y cabe recordar aquí que el entusiasmo con que la comunidad científica internacional conmemoró en el año 2009 el doble aniversario de Charles Darwin: los 200 años de su nacimiento y los 150 de la publicación de El origen de las especies, representa una clara prueba del sincero y amplio reconocimiento que su obra despierta entre los expertos y el público en general.
Figura: Charles Robert Darwin (1809-1882) en un sello de Gran Bretaña de 2009. La imagen de este sello de correos se ha utilizado exclusivamente con fines docentes y divulgativos, sin ánimo de lucro.
Categoría: Publicaciones Recomendadas.
ACDC. 22Nov2013.
Enviado el Viernes, 22 noviembre a las 09:24:10 por divulgacioncientifica (4504 lecturas)
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